De la autoexplotación al burnout

Hace ya varias semanas que escribía cómo saber cuándo hemos trabajado suficiente, y no era casualidad. A veces escribo lo que yo misma necesito leer.

He estado algo ausente porque llevo unos meses atrapada en un ritmo de trabajo frenético y ha terminado pasando factura. Vamos, que he sufrido un síndrome de burnout de manual.

Ahora que por fin he podido desplegar un perímetro de contención y recuperar la energía que necesito para venir aquí a quejarme reflexionar, he pensado que es buen momento para preguntarme por qué.

¿Cómo llegamos a esto? Y, lo que es más importante, ¿qué podemos hacer para evitarlo?

El burnout es un problema social

Decía Noelia Ramírez hace poco en un podcast que «el estrés y la ansiedad no son una ficción pasajera, sino la condición estructural de nuestra existencia social hoy en día».

Y lo peor es que lo estamos asimilando como normal. Ya nadie se sorprende cuando te preguntan cómo estás y respondes que agobiada, que mucho trabajo, que lo normal, ya pasará. Y nunca pasa.

El estrés, el cansancio y la desmotivación se han convertido en compañeros de vida.

Pero no es lo normal y no tiene que serlo.

El hecho de que la mayoría nos identifiquemos con esto indica que no estamos ante un problema personal, sino social, estructural y sistémico.

Quiero dejar eso claro porque, por mucho que hable de los errores que podemos cometer como personas y de los consejos que podemos aplicarnos para que la situación mejore, no defiendo en ningún caso que la responsabilidad sea solo individual.

Pero bueno, cambiar el mundo lleva tiempo, y tenemos que lidiar con lo que hay mientras tanto.

¿Por qué nos quemamos?

La razón principal es, sin lugar a dudas, la falta de control sobre nuestros asuntos y compromisos.

Manejamos cantidades ingentes de información en el día a día. Es muy fácil caer en la tentación de saltar de una cosa a otra, de atender primero aquello de lo que podemos deshacernos rápido, de dejar que los temas abiertos se apilen en nuestras bandejas de correo y cuadernos de notas, evitando tomar decisiones al respecto.

Cuando menos tiempo tenemos es cuando más necesitamos parar y pensar.

Si no reconocemos que la cantidad de trabajo es infinita, si pensamos que no importa por dónde empecemos, entonces serán otros los que terminen escogiendo en qué invertimos nuestro tiempo.

Por eso decidir no solo qué hacer, sino qué dejar de lado, es más importante que nunca.

Y no podemos tomar esas decisiones si no tenemos toda la información sobre la mesa porque estamos acumulando la mierda en los rincones.

Además, tenemos tendencia a sobrecomprometernos.

Nos cargamos con demasiadas cosas por hacer y a veces se nos olvida preguntarnos por qué.

Nos dejamos arrastrar por el ritmo frenético del trabajo sin caer en que lo que cuenta no es el corto plazo, no son las horas que trabajamos ni cuántas tareas tachamos ese día, sino los resultados que acabamos consiguiendo con ellas.

En definitiva, terminamos priorizando cosas urgentes y olvidándonos de las importantes.

¿Qué valor nos aportan las cosas que hacemos? ¿Qué tenemos apuntado para hacer ya mismo que en realidad no es imprescindible o puede esperar? ¿Cómo se alinean nuestras tareas diarias con nuestros intereses y objetivos?

Son preguntas que tenemos que hacernos a menudo, porque, si no, nos creemos que todo suma, que más es mejor, y nos olvidamos del precio que pagamos por ello.

Que sí, que además de hacer nuestro trabajo como tal, suena muy bien estar al día de lo que pasa en el sector, escribir artículos para trabajar la marca personal, participar en las reuniones estratégicas de la empresa, apuntarse a todos los webinars y conferencias, y además montar una iniciativa voluntaria de sostenibilidad. ¿Por qué no?

Y, como empresa, suena genial tener montones de ideas de negocio y destinar recursos a decenas de proyectos diferentes en paralelo. Por si acaso.

Pero es bien sabido que quien mucho abarca, poco aprieta.

O, como dice últimamente el filósofo Byung-Chul Han, «ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose».

Porque intentar dividirnos entre tantos frentes al final, más que sumar, resta.

Y no hay forma más rápida de quemarse que perder la perspectiva y terminar haciendo montones de horas extra para cubrir actividades que nos reportan poco beneficio y apenas nos acercan a nuestros objetivos.

¿Qué podemos hacer para evitarlo?

Lo primero es ser conscientes de que nos puede pasar a cualquiera; aprender a reconocer los motivos y los síntomas (agotamiento, frustración, estrés, desmotivación) en lugar de intentar convencernos de que vivir al borde del colapso es la nueva normalidad.

Es cierto que hay muchos factores en contra, como la cultura que prioriza la hiperconectividad, la tendencia maximalista y el FOMO de las empresas; pero está en nuestra mano desarrollar formas inteligentes de trabajar que nos protejan de ellos.

Es más importante que nunca tener claro lo que de verdad nos ayuda a ser personas más productivas y lo que no.

Pista: no es levantarse a las 5 de la mañana ni utilizar herramientas “milagro”.

Necesitamos volver a lo básico. Gestionar de forma proactiva las interrupciones. Contar con herramientas sencillas que nos permitan descargar la mente y organizar nuestra información y recordatorios. Pararnos a pensar. Evaluar qué es lo que de verdad cuenta y aprender a renegociar y decir que no a lo demás.

Necesitamos recuperar la confianza en nuestro criterio y nuestras capacidades.

Tener buenos hábitos y un sistema de organización personal es como contar con una red de seguridad.

Que sí, que en el camino de aprender a conocer nuestros propios límites, vamos a terminar cayéndonos tarde o temprano.

Pero, con las herramientas adecuadas, es mucho más fácil volver a levantarnos.

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