Hay tantas cosas que hacer y tan poco tiempo.
Si tan solo pudiera decidir por dónde empezar y quitarme alguna, conseguir reducir un poco las listas de tareas. Puedo hacerlo, seguro, solo tengo que elegir una.
Pero, ¿qué es más importante? No tengo preparada la reunión de esta tarde. Y hace semanas que le digo a mi compañero que hoy sí que sí tendría su informe acabado, aunque no sé si es urgente de verdad o solo me pongo presión porque me siento culpable. Oh no, y se me han acumulado los papeleos de los gastos del trimestre, otra vez para el último día.
Admito la derrota con un suspiro.
No voy a poder hacerlo todo a tiempo. Ya ni siquiera es cuestión de intentar desactivar todas las bombas, sino de decidir cuáles puedo dejar explotar causando menos daño. Necesito decidir qué puedo dejar sin hacer, ¿pero cómo?
El tiempo corre y yo sigo paralizada. Tengo que empezar por algo, lo que sea.
Ya solo quedan dos horas para la reunión, debería empezar por ahí. Pero acabaré antes el informe de gastos. Y será una piedra menos en mi tejado.
Así que empiezo el informe y, como siempre, me lleva más tiempo de lo esperado. Me disperso y la ansiedad se me dispara. Sé que no he tomado la decisión correcta, que debería estar preparando la reunión. Dejo las pestañas y los archivos que estoy usando abiertos para volver sobre ello luego y me pongo con la presentación, pero me bulle tanto la cabeza que soy incapaz de concentrarme. Es una reunión importante, necesitaría estar al 100% para tener las mejores ideas y sacarla adelante. En vez de eso, ruido, vacío.
Es que necesito distraerme, un momento nada más, cambiar a algo más ligero.
Abro el correo para echarle un ojo rápido y ahí están, las decenas de emails que he estado ignorando, junto con algunos nuevos. Empiezo por el último correo de la jefa, pero es muy denso, así que lo dejo a medio leer y vuelvo a ver el archivo del informe de gastos. Añado un par de números. No, que tengo que ponerme con la presentación de la reunión. Abro el powerpoint y termino poniendo una portada y jugando con el formato porque no se me ocurre nada. Y mientras veo cómo siguen llegando los correos a mi bandeja de entrada.
Cada vez es más evidente, y aún así tardo en reconocerlo.
Aunque lleve días con la cabeza en las nubes, trabajando horas de más y sintiendo que no consigo terminar nada, con tantas cosas que hacer que me bloquea no saber por dónde empezar y, para cuando tomo una decisión, ya estoy agotada.
Es que hoy estoy un poco despistada, es el cambio de tiempo, he dormido mal, son unos días complicados, me digo. Pero se me acaban las excusas.
Hubo una época en la que estos síntomas eran el pan de cada día, en la que no concebía otra manera de vivir que no fuera en modo supervivencia.
Ya no es así, ya no es lo normal, y por eso me doy cuenta.
He perdido el control.
No sé qué ha pasado esta vez. ¿Ha sido el cambio de proyecto en el trabajo, quizá? ¿O que he vuelto a decir que sí a demasiadas cosas demasiado rápido?
En realidad no importa por qué he llegado a esta situación, sino qué voy a hacer para salir de ella.
Y cuando pierdes el control solo tienes una opción: recuperarlo.
El primer paso es acotar el problema, identificar todas esas cosas sueltas que me distraen, que requieren que haga algo con ellas.
Ponerlas todas por escrito si son ideas, amontonar los papeles, las notas de reuniones, los post-its y las cartas encima de la mesa. Y en el mundo digital, localizar todos esos emails y archivos desperdigados que me estresan.
Después viene la parte más dura: decidir. Elemento a elemento y sin dejarme nada.
Decidir es nuestra mejor herramienta para quitarles a esas cosas indefinidas el poder de estresarnos y desconcentrarnos.
Así que voy uno a uno. ¿Qué es esto? ¿Tengo que hacer algo ya al respecto o puedo apuntarlo para verlo más tarde? ¿Qué es exactamente lo que tendría que hacer como siguiente paso? ¿Y cuál sería el resultado final a alcanzar para dar el tema por cerrado?
Poco a poco, las respuestas van encontrando su sitio en mis listas de recordatorios, donde sé que voy a verlas, y el ruido se convierte en un murmullo en mi cabeza.
Sigo teniendo muchas cosas que hacer, pero ahora tengo una vista global de todas ellas, puedo evaluarlas, respirar hondo y elegir por cual empezar. O puedo usar la claridad que he ganado para renegociar y delegar.
Recuperar el control lleva tiempo. Es cierto que, por el camino, he tenido que sacrificar esa reunión y algún que otro compromiso. No doy la mejor impresión y soy consciente. Pero fallar un día o dos es preferible a seguir persiguiendo la quimera de que puedo llegar a todo, y de que estoy dispuesta a pagar el precio que eso conlleva.
Con la mente clara, tranquila, puedo producir trabajo de mucha más calidad en menos tiempo y, además, cuidar de mí misma como debo.
Todos nos vemos superados en situaciones así alguna vez. Puede que tener un buen sistema de organización personal y desarrollar hábitos efectivos no nos garantice no acabar desbordados en un momento u otro, pero sí nos va a dar las herramientas que necesitamos para afrontarlo. Que esos momentos sean la excepción y no la norma.
Porque vivir bajo presión, estresados, ahogados a la espera de que llegue el fin de semana para respirar, sin dormir bien, sin tiempo para cuidar de nosotros y de los nuestros, ni es lo normal ni puede serlo.
Cuanto más metidos estamos en esta dinámica más nos cuesta ver la salida.
Por eso es importante recordarnos que la hay. Hay salida. Podemos aprender a hacerlo mejor, a tratarnos mejor.
Y podemos recuperar el control.