Abro mi correo electrónico como cualquier mañana, descafeinado en mano y armada de paciencia.
Lo primero que tengo es un artículo larguísimo que me manda un compañero de algo de actualidad en nuestro sector. FYI (para tu información) dice. Quizá lo ha leído y me lo manda porque quiere fomentar el espíritu de equipo. O quizá ni siquiera lo ha abierto y me lo manda porque quiere demostrar que está al día. Me inclino más por lo segundo, pero me siento obligada a demostrar algo yo también, así que abro el artículo, le echo un ojo y le mando unos cuantos comentarios que ahora mi compañero tendrá que revisar y responder. Y allí se nos va una hora de trabajo a cada uno, en un artículo que probablemente no estaba relacionado con nuestros proyectos actuales ni nos interesaba a ninguno de partida.
Mis siguientes 30 correos son de un hilo. Alguien que no conozco ha mandado un informe de a saber qué proyecto. Hoy en día parece que solo cuenta el trabajo que se ve, y parece que esta persona lo sabe, porque ha puesto en copia a un departamento entero. Los demás, que no quieren ser menos, no pierden la oportunidad de responder en público para demostrar que se lo han leído, aunque seguramente no sea verdad.
Después de despejar varias decenas de newsletters (de las que no me puedo dar de baja) y mensajes automáticos de varios sistemas, me toca revisar un documento. Es cuarto borrador que me llega ya, pero me lo han mandado, así que me veo en la obligación de echarle otro vistazo y comentar alguna cosa, por pequeña que sea, para que quede claro que lo he revisado en detalle. No pienso en que el autor estará cansado de corregir nimiedades, ni que hacer eso es lo que provoca que sigamos sin concluir el documento tras varias rondas. Al fin y al cabo, yo también tengo que dar la impresión de que trabajo.
Apenas he terminado con el correo electrónico cuando me llega la primera llamada. “Te he escrito por chat hace cinco minutos y aún no me has contestado”, me dice mi compañera. Parece ser que tenemos que atender una urgencia, o al menos nosequién ha dicho que era urgente, o no ha dicho que era urgente pero parecía estresado, aunque no está claro por qué. Pasamos un rato infernal saltando de documento en documento, de conversación en conversación, buscando una información imposible de encontrar hasta que concluímos que todo había sido una falsa alarma.
Cuando por fin colgamos y puedo mirar el calendario veo que tengo una reunión de dos horas sobre un proyecto para el que solo hacían falta un par de personas, pero entre los que querían opinar igual y los que si no se les invita se sienten excluídos, al final hay varias decenas de invitados. Y tendrán que hablar todos para que quede claro que están participando.
No puedo más. Estoy agotada. El día está llegando a su fin y tengo la sensación de que no he parado, y aún así no he hecho absolutamente nada.
¿Es solo una sensación, o es que realmente no he hecho nada?
No puedo evitar preguntarme, mientras formo parte de tal vorágine de sinsentidos: si ya estamos todos desbordados, ¿qué es lo que nos lleva a inventarnos tanto trabajo?
No tendría que haber leído ese artículo ni recibido ese informe. No tendríamos que haber llegado a la cuarta ronda de feedback en un documento para corregir un par de puntos y comas. Y no tendría que haber participado en esa reunión ni en el montón de llamadas que al final no han llevado a nada.
¿Por qué lo he hecho, entonces? ¿Por qué lo hacemos todos?
Porque parece que el trabajo solo cuenta si alguien nos mira.
Porque alimentamos un clima de inseguridad y desconfianza que nos lleva a sentir la necesidad de probar a la mínima oportunidad que de verdad estamos trabajando.
Porque cuestionamos poco y asumimos que hay una buena razón para lo que nos mandan hacer los demás, sin reconocer que ellos también son víctimas de las mismas inseguridades que nosotros.
Porque tendemos a pensar que la solución a todos los problemas es añadir y complicar, en lugar de quitar y simplificar.
Porque no pensamos en el coste de lo que hacemos ni de lo que hacemos hacer a otros, así que actuamos buscando cualquier beneficio, por marginal que sea, como corregir un par de errores tipográficos a costa de decenas de horas de trabajo.
Porque estamos acostumbrados a que nuestro trabajo se mida en horas, y no importan tanto los resultados como llenar el tiempo y aparentar que pasamos los días ocupados.
Porque diluímos las responsabilidades y salvaguardamos los egos.
En definitiva, porque tenemos una cultura empresarial y un sistema de trabajo que trata a las personas como máquinas y, al no reconocer nuestras limitaciones, tampoco potencia nuestras fortalezas.
¿Y si rompemos la tendencia?
¿Y si reclamamos nuestro tiempo?
¿Y si recuperamos la confianza en nuestras capacidades y resultados?
¿Y si paramos de inventarnos trabajo?
Me pregunto a cuántos jóvenes nos pasará esto. Entre el «respeto» y un poco ese «miedo» que da aterrizar en el mundo laboral, creo que entramos en este tipo de ruedas y de rutinas tóxicas sin apenas darnos cuenta. Y todo porque parece que «tenemos que demostrar que trabajamos» más allá de que «tengamos que trabajar».
No puedo estar más de acuerdo con tu reflexión y es un gusto leer a alguien que se ha atrevido a salirse de la rueda y a hacerse dueña de su propio tiempo.
Ahora bien, dejo reflexión… ¿cómo podemos dejar de inventarnos trabajo?
Me gustaMe gusta
Y no tan jóvenes, seguro. Yo creo que tendremos que cambiar el paradigma laboral, pieza a pieza. Desvincular resultados de tiempo. Volver a poner el foco en lo importante. Desarrollar competencias y hábitos que nos hagan ganar seguridad en nuestras habilidades 💪
Me gustaMe gusta